
Sé que voy a morir aquí, pero poco me importa. Mi nombre es Luisa Enriqueta Vázquez Vélez, cincuenta años. Nunca me gustó mi nombre. Domicilio: Cárcel de Vega Baja. Asesinato en primer grado y Ley de Armas. Víctima: Jennifer Rosado Williams, ex Miss Puerto Rico, ex voleibolista, ex relacionista pública. Tiempo presa: siete meses, veintitrés días y ocho horas. Cadena perpetua (treinta años para probatoria, si me porto bien).
Fui profesora de Bellas Artes en la Iupi y asesora en el Municipio de Guaynabo. Siempre quise llamarme Jennifer. La conocí con la otra ex Miss y un prominente ejecutivo de corretaje en la despedida de año del Condado Vanderbilt. Se remeneó sin pachó con el replique de panderos de plena. Busto descomunal, nalgas de magazín. Casada con un pendejo a la vela. A los tres meses me prometió que lo iba a dejar para venirse conmigo. Luego me falló; no quería que la gente pensara que era lesbiana. Me decía que me comportaba como un macho. «Con uno en casa es suficiente», hundía el dedo en la llaga. Quizá tenía razón, pero me dolía mucho: soy toda una mujer.
Jennifer me volvía loca. No era culta, pero sí simpática, rebelde y lujuriosa. Vulva rosada y bien recogidita (nunca había visto, olido, tocado o saboreado una igual). Cuando se escapaba del gardeo del estúpido de su marido, me la llevaba para el Vanderbilt. Con ella el tiempo no importaba. Pasión entre sábanas. Dos hembras a fuego.
Una cosa siempre le advertí: me las pagaría si se enredaba con otra. Soy posesiva al extremo. La amo, la poseo, la celo, la rabio.
Me perdí, no pude verla desnuda y suplicante en brazos ajenos. La noche en que la maté de una puñalada en la caja del pecho, me puse su ropa antes de entregarme en el cuartel de Miramar. Allí grité con furia: ¡Me llamo Enriqueta, nunca me gustó mi nombre!
Sé que voy a morir aquí, pero poco me importa. Juro nunca más celar a una hembra como aquella, ni a maravillarme ante una vulva cualquiera. Y que no me cambiaré el nombre.