A las siete el dindón. Las tres beatísimas, con
unos cuantos pecados a cuestas, marcharon a la
iglesia a rezongar el ave nocturnal. Iban de prisita, todavía el
séptimo dindón agobiando, con la sana esperanza de acabar
de prisita el rosario para regresar al beaterío y echar, ¡ya libres
de pecados!, el ojo por las rendijas y saber quién alquilaba
esa noche el colchón de la Gurdelia. ¡La Gurdelia Grifitos
nombrada! ¡La vergüenza de los vergonzosos, el pecado del
pueblo todo!
Gurdelia Grifitos, el escote y el ombligo de manos, al oír
el séptimo dindón, se paró detrás del antepecho con su lindo
abanico de nácar, tris-tras-tris-tras, y empezó a anunciar la
mercancía. En el pueblo el negocio era breve. Uno que otro
majadero cosechando los treinta, algún viejo verdérrimo o
un tipitejo quinceañero debutante. Total, ocho o diez pesos
por semana que, sacando los tres del cuarto, los dos de la
fiambrera y los dos para polvos, meivelines y lipstis, se venían
a quedar en la dichosa porquería que sepultaba en una alcancía
hambrienta.
Gurdelia no era hermosa. Una murallita de dientes le
combinaba con los ojos saltones y asustados que tenía, ¡menos
mal!, en el sitio en que todos tenemos los ojos. Su nariguda
nariz era suma de muchas narices que podían ser suyas o
prestadas. Pero lo que redondeaba su encanto de negrita
bullanguera era el buen par de metáforas —princesas cautivas
de un sostén cuarenticinco— que encaramaba en el antepecho
y que le hacían un suculento antecedente. Por eso, a las siete,
las mujeres decentes y cotidianas, oscurecían sus balcones y
sólo quedaba, como anuncio luminoso, el foco de la Gurdelia.
Gurdelia se recostaba del antepecho y esperaba. No era a
las siete ni a las ocho que venían sino más tarde. Por eso aquel
toc único en su persiana la asombró. El gato de la vecina, pensó.
El gato maullero encargado de asustarla. Desde su llegada
había empezado la cuestión. Mariposas negras prendidas con
un alfiler, cruces de fósforos sobre el antepecho, el miau en
staccato, hechizos, maldiciones y fufús, desde la noche de la
tormenta en que llegó al pueblo. Pero ella era valiente. Ni la
asustaba eso, ni las sartas de insultos en la madrugada, ni las
piedras en el techo. Así que cuando el toc se hizo de nuevo
agarró la escoba, se echó un coño a la boca y abrió la puerta de
sopetón. Y al abrir:
—Soy yo, doñita, soy yo que vengo a entrar. Míreme la mano
apretá. Es un medio peso afisiao. Míreme el puño, doñita. Le
pago éste ahora y después cada sábado le lavo el atrio al cura y
medio ymedio y medio hasta pagar los dos que dicen que vale.
La jeringonza terminó en la sala ante el asombro de la
Grifitos, que no veía con buenos ojos que un muchachito se le
metiera en la casa. No por ella, que no comía niños, sino por los
vecinos. Un muchachito allí afilaba las piedras y alimentaba las
lenguas. Luego, un muchachito bien chito, ni siquiera tirando a
mocetón, un muchachito con gorra azul llamado…
—¿Cómo te llamas?
—Cuco.
Un muchachito llamado Cuco, que se quitó la gorra azul y
se dejó al aire el cholo pelón.
—¿Qué hace aquí?
—Vine con este medio peso, doñita.
—Yo no vendo dulce.
—Yo no quiero dulce, doñita.
—Pues yo no tengo ná.
—Ay sí, doñita. Dicen los que han venío que… Cosa que yo
no voy a decir pero dicen cosas tan devinas que yo he mancao
este medio peso porque tengo gana del amor que dicen que
usté vende.
—¿Quién dice?
Gurdelia puso cara de vecina y se llevó las manos a la
cintura como cualquier señora honrada que pregunta lo que
le gusta a su capricho.
—Yo oí que mi pai se lo decía a un compai, doñita. Que era
devino. Que él venía de cuando en ves porque era devino, bien
devino, tan devino que él pensaba golver.
—¿Y qué era lo devino?
—Yo no sé pero devino, doñita.
Gurdelia Grifitos, lengüetera, bembetera, solariega,
güíchara registrada, lavá y tendía en tó el pueblo, bocona
y puntillosa, como que no encontraba por dónde agarrar
el muerto. Abría los ojos, los cerraba, se daba tris-tras en
las metáforas pero sólo lograba decir: ay Virgen, ay Virgen.
Gurdelia Grifitos, loba vieja en los menesteres de vender
amor, como que no encontraba por dónde desenredar el
enredo, porque era la primera vez en su perra vida que se
veía requerida por un… por un… ¡Dios Santo! Era desenvuelta,
cosa que en su caso venía como anillo, argumentosa, pico
de oro, en fin, ¡águila! Pero de pronto el muchachito Cuco
la había callado. Precisamente por ser el muchachito Cuco.
Precisamente por ser el muchachito. En todos sus afanados
años se había enredado con viejos solterones, viejos casados,
viejos viudos, solteros sin obligación o maridos cornudos o
maridos corneando. Pero, un mocosillo, Santa Cachucha, que
olía a trompo y chiringa. Un mocosillo que podía ser, claro que
sí, su hijo. Esto último la mareó un poco. El vientre le dio un
sacudón y las palabras le salieron.
—Usté e un niño. Eso son mala costumbre.
—Aquí viene tó el mundo. Mi pai dijo…
Ahora no le quedaban razones. Los dientes, a Gurdelia, se
le salían en fila, luego, en un desplazamiento de retaguardia
volvían a acomodarse, tal la rabia que tenía.
—Usté e un niño.
—Yo soy un hombre.
—¿Cuánto año tiene?
—Dié pa once.
—Mire nenine. Voy a llamar a su pai.
Pero Cuco puso la boca apucherada, como para llorar
hasta mañana y entre puchero y gemido decía —que soy un
hombre—. Gurdelia, el tris-tras por las metáforas, harta ya de
la histeria y la historia le dijo que estaba bien, que le daría del
amor. Bien por dentro empezó a dibujar una idea.
—Venga acá… a mi falda.
Cuco estrenó una sonrisa de demonio júnior.
—Cierre lo ojito.
—Pai decía que en la cama, doñita.
—La cama viene despué.
Cuco, tembloroso, fue a acurrucarse por la cama de la
Gurdelia. Esta se estaba quieta pero el vientre volvió a darle
otro salto magnífico. Cuando Gurdelia sintió la canción
reventándole por la garganta, Cuco dijo —oiga, oiga—. Pero el
sillón que se mecía y la luz que era mediana y el vaivén del que
no tiene vaca no bebe leche empezaron a remolcarlo hasta la
zona rotunda del sueño. Gurdelia lo cambió a la cama y allí lo
dejó un buen rato. Al despertar, como sin creerlo, como si se
hubiese vuelto loco, Cuco preguntó, bajito:
—¿Ya, doñita?
Ella, como sin creerlo, como si se hubiese vuelto loca, le
contestó, más bajito aún:
—Ya, Cuco.
Cuco salió corriendo diciendo —devino, devino—.
Gurdelia, al verlo ir, sintió el vaivén del que no tiene vaca no
bebe leche levantándole una parcela de la barriga. Esa noche
apagó temprano. Y un viejo borracho se cansó de tocar