
Convertirse
Convertirse
Por Yolanda Arroyo Pizarro
La iguana entra a la casa y Francisco y yo corremos de inmediato. Gritamos del susto. Luego reímos por primera vez desde que comenzara el juicio. Reímos el uno con el otro, mirándonos las caras y olvidando lo inolvidable por una fracción de tiempo.
Francisco intenta asustar al reptil con un palo, para guiarlo de vuelta al matorral del jardín abandonado desde hace meses. Intenta que cruce la puerta del arco de madera de nogal descascarado, pero la iguana se rehúsa obedecerlo y entra a nuestro cuarto, habitación exiliada de querencias que ha perdido la guerra a las deposiciones en los tribunales.
Francisco suelta el madero, lo lanza sobre la grama seca y la tierra arenosamente infértil. Camina de vuelta a la casa por el pasillo. Un pasillo que aún no nos traga. Toma en sus manos una escoba. Deja atrás los jazmines, que ya no se rocían y a la orquídea reina, que ha perdido sus pétalos, e intuyo que ha sido gracias a las semanas de corazones abrumados por las noticias, el enjuiciamiento y el asedio de la prensa. Da golpes en las paredes, en la base de la cama que ya no compartimos, en la rejilla del baño que no nos cobija más, al ras de una cascada de ilusiones deshechas. La iguana da un brinco. Sale apresurada, dándose en las patas escamosas con los zócalos y el filo de una de las butacas. La butaca azul celeste que alguna vez nos abrazó celebrando un tierno aniversario, permanece sucia y sin que nadie ya la limpie.
La iguana arrastra su cuerpo serpentino por debajo de la mesa de la sala mientras yo miro por la ventana. Veo a mi esposo continuar espantándola con la escoba. La escolta hacia afuera de esta casa que ya no es un hogar. La fotografía de nuestra Francisquita se balancea sobre el buró del pasillo y casi se cae al suelo. En la foto no se puede ver a la nena y sus acusaciones, a la nena y sus invenciones, sus fantasiosas mentiras creadas para separar un matrimonio. En la foto sí se puede ver un tutú de encajes que lleva puesto, de cuando yo la llevaba al ballet. Quién iba a pensar que cuando creciera un poco, cuando se le brotaran los senos, cuando se le ajustaran los pantalones a las caderas pavorosas y quisiera competir con su madre, que soy yo, sería ella la misma niña que calumniaría. Quién iba a pensar que envidiaría la vida de amante dedicada, de madre ejemplar, de esposa cristiana. Cómo imaginar que se infligiría golpes, se causaría moretones y laceraciones en su cuerpo, en sus partecitas. Por fortuna, el Anciano de nuestra congregación descubriría la mentira en sus ojos de hija prodiga patrañera. El anciano y la tan bondadosa feligresía testificaron a favor de Francisco. Ellos son todo lo que tenemos ahora. Lo único que tenemos.
Francisco, que ahora espanta la iguana y se limpia el sudor y unas gotas que se le escurren de los ojos, corre tras el animal y este se da a la huida. El tiempo se suspende. Algo se rompe una tarde. Recuerdo el quebranto espantoso justo al preguntarle a mi esposo. Doy con su mirada esquiva.
Encuentro entonces sus ojos que no mienten. Sus párpados que no simulan. Que suplican. Súplica de mantener reputaciones, de proteger economías cómodas, de evitar la posibilidad de indigencia y la expulsión del Salón del Reino. Súplicas que entiendo y acepto.
Aquella fracción de tiempo suspendido caduca. Francisco deja de mirarme.
Imagino que al igual que yo, recuerda tiempos mejores. Imagino que al igual que yo, daría lo que fuera por ser iguana.